martes, 27 de noviembre de 2007

Homenaje a un grande

El entrañable personaje interpretado por Carlos Villagrán, el mejor, por supuesto, de todo el universo creado por Chespirito, merece un lugar en el olimpo de la comicidad justo al lado de Chaplin y Groucho. Es más, y por si lo anterior no bastare para comenzar con el acostumbrado rasgueo de vestiduras por parte de mis elocuentes detractores, vamos empezando: Quico, el inigualable, el único, está por encima hasta de consagrados como Tin Tán. Al menos me ha hecho reír más.




"Cállate que me desesperas": enunciado de reyes

Para nadie es secreto que la inesperada aceptación que tuvo Federico (que era su verdadero nombre) entre el público mexicano durante los primeros años de emisiones de El Chavo del Ocho acarreó todo tipo de envidias entre sus colegas, y con justa razón: se trataba una vez más del caso en que el villano despierta más simpatía que el propio héroe. Y digo villano porque el personaje de Quico estaba perfectamente delineado como tal. El niño rico, envidioso, burlón y egocéntrico (aunque de esto último tenía mucha culpa la manera en que lo crió su mamá) que en la vida real siempre nos ha caído gordo pero que en televisión simplemente nos encanta. Y es que algo retorcido hemos de tener en la cabeza para que nos haga gracia la cruel y despiadada forma en que primero ofrecía una torta de jamón al pobre Chavo (“¿quieres?”) para luego arrebatarla violentamente (“¡pues compra!”) y proceder a comerla ante la mirada hambrienta de su víctima. Si el Chavo del Ocho hubiese sido Star Wars, sus primeros episodios habrían tratado del nacimiento de Quico y de su posterior conversión al lado oscuro de la fuerza.

Quico, captado en un momento de suma introspección y sensibilidad, que también los tenía.

Ciertamente tampoco se debe restar mérito a Roberto Gómez Bolaños, el creador oficial del personaje, pero si por algo Quico ha alcanzado la inmortalidad ha sido por la absoluta genialidad que supo imprimirle el gran Carlos Villagrán, quien fue el primero en reírse de lo absurdamente repetitivo de las rutinas en el programa (cosa que pocos han notado), mismas que a la larga se convertirían en marca registrada de la casa Chespirito y nos las recetarían una y otra vez cada cierto tiempo, educando a generación tras generación y enfilando el país hacia el primer mundo. Lo demás es historia que ya sabemos: que Villagrán se peleó con el Shakespeare mexicano para irse de la serie y montar su propio show, “Ah qué Kiko”, cambiando la escritura del nombre en un arrebato de ojetez para no pagar regalías (¿qué otra cosa esperaban de un villanazo?). Del spin-off resultante poco puedo decir, salvo que el año pasado encontré una recopilación de sus episodios en un botadero de DVDs en una tienda de Estados Unidos y me arrepiento de no haberlo traído a casa. Por cierto, en dicho programa aparecía el también mítico don Ramón (que no mejor que su hermano Tin Tán), como encargado de un mini súper (!).

Hay quien dice que un adulto vestido de niño no tiene gracia, y la verdad no se equivoca. Un adulto vestido de niño es estúpido, pero un adulto que se viste de niño que a su vez se viste de marinerito (homenaje a su padre, capitán fallecido en alta mar) resulta tan ridículo que difícilmente se puede pasar por alto, y cierto es que la recompensa del destino es grata para quienes tenemos las agallas (así es, me incluyo) de hacer el imbécil frente a un número considerable de personas.

No por nada la legendaria banda de rock (los Anthony) Queen, le dedicó uno de sus más grandes éxitos.